2. pag 3. Carretera comarcal hacia la tienda de discos.



El hecho de que el recorrido fuese tan largo hacía que sintiésemos cierta impaciencia por llegar pero lo cierto es que cuanto más nos acercábamos, más crecía nuestro miedo y nuestro nerviosismo. La cuestión es que aunque nosotros todavía no fuésemos conscientes, o precisamente por eso, éramos unos putos catetos con todas las letras. Sabíamos, o creíamos saber, montarnos en el autobús, bajarnos en la parte trasera del Arriaga, agachar la cabeza, apretar el paso y subir por la Calle Navarra hasta la Plaza Circular y de ahí recorrer otros cien metros en línea recta hasta El Corte Inglés de la Gran Vía. Y no sabíamos más, si es que sabíamos. Podíamos perdernos si nos salíamos del camino memorizado. Algo que era prácticamente imposible. Por si fuera poco, aquella era una época en la que existía una leyenda urbana que decía que un alegre y amable yonqui se acercaba a ti a comerte la oreja hasta que te decía de buenas maneras que o le dabas el dinero de tu cinta original de Guns N’ Roses o te rajaba. Muy amablemente también, tú tenías que acceder a darle la pasta sin llegar a cagarte en los pantalones y volver a casa llorando por el susto y, esencialmente, porque no te habías podido comprar la cinta original de Guns N’ Roses. Al menos ese hubiese sido mi caso.

Era una leyenda urbana como cualquier otra solo que por aquella época la zona cercana a la ría estaba repleta de cadáveres andantes y uno de aquellos yonquis se la había jugado a uno de nuestros amigos y le había tangado las 20.000 pesetas con las que iba a comprarse los libros de texto para el curso.

Yo era un chaval previsor e iba preparado. Llevaba el dinero, el billete de 2000 que me había dado mi madre, envuelto en papel de plata entre la plantilla y la suela de la zapatilla del pie que no estaba escayolado. El dinero iba a salvo y, afortunadamente, el particular hombre del saco que temíamos tanto, jamás llegó a aparecer porque de haberlo hecho yo era tan ridículamente inocente y miedoso que me hubiese sacado la zapatilla y le hubiese dado el papel de plata con el billete. No hubiese soportado la presión. Resulta cómico elucubrar y ponerse en la posición del atracador cuando me hubiese visto con mi calcetín azul al aire, separando la plantilla de la zapatilla y entregándole algo envuelto en un papel de plata. Lo más probable es que no hubiese entendido nada. Aunque también es probable que el papel de plata le hubiese venido de perlas junto a las 2.000 pesetas. Hubiese sido un botín a modo de pack: dinero y herramienta por un solo palo.

Una vez en tierra mi mejor amigo y yo fuimos capaces de mantener un acalorado debate porque ¡nos habíamos perdido! O eso creía alguno de los dos pese a que realmente no era así. Las cosas parecían haberse complicado porque unas semanas antes, la jornada siguiente al fin de la Aste Nagusia, habíamos ido a Bilbao con el mismo plan de viaje para hacernos con el Risk. Toda la zona de El Arenal estaba cortada y en aquella ocasión el autobús nos dejó en el ayuntamiento. Así que allí estábamos, entre el Arriaga y la ría discutiendo porque uno de los dos creía estar en el ayuntamiento. Por unos momentos vimos complicaciones, hombres del saco y muerte por sed y hambre perdidos en las calles de Bilbao. No tengo claro cual de los dos recuperó la cordura y tomó la iniciativa pero tras unos gritos y unos cariñosos “qué tonto eres chaval”, nos pusimos en marcha Calle Navarra arriba con la total seguridad de que ya no podíamos perdernos.

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