3. PAG 4. Apretando los dientes mientras usas tu ilusión.



Otra anécdota nacida de los días de Slave to the Grind vino a raíz de uno de esos intercambios mediante el cual en mi casa entró el Electric, de The Cult. Le dejé el cedé de Skid Row a un tío de tercero o COU. Era un tío que tenía coche propio. Creo que un Golf de color oscuro. Era alguien que se dedicaba a dar vueltas por Arratia para llevar a la gente que estaba haciendo autostop y si, por casualidad eran chicas, mucho mejor. Meses más tarde me acabó parando a mí. Una de las cosas más grandes de aquellos primeros años 90 era que no era necesario gastarse demasiado dinero en transporte público porque el autostop era algo común y te paraba todo el mundo. Funcionaba a veces mejor que el horario de los autobuses públicos. Así que allí estaba yo, en el asiento del copiloto de aquel chaval y lo que escupían sus bafles era Slave to the Grind, disco que yo sabía perfectamente que lo tenía gracias a mí. Canté por lo bajo los temas que iban sonando y llegó una balada. El tío, al ver que me las cantaba me dijo algo triste que aquellas baladas no funcionaban. Que él iba de aquí para allá con las ventanillas bajadas y parando a chicas que hacían autostop, que les ponía aquellas canciones y que no funcionaban. Que ninguna chica le pedía para salir o, quien sabe, algo mejor y más rápido en el asiento trasero. Su razonamiento resulta tremendamente básico y falto de apego a la realidad dos décadas más tarde. ¡Y realmente lo parecía en su momento! Pero no sé, no creo que haya que juzgar a aquel tío por aquello. Al fin y al cabo, en el instituto somos seres muy impresionables y aunque en aquel caso el crío era yo, el comportamiento estúpido venía de alguien que era mayor de edad. Algo que es bastante más común de lo que los adultos han querido hacer ver a los adolescentes a lo largo de toda la historia moderna de la humanidad.

Otro de los materiales con los que traficábamos en nuestra red de intercambio físico en el Instituto Arratia eran las revistas de música y los boletines de Discoplay. Heavy Rock, Metal Hammer, RIP Magazine, Popular 1, El Tubo o Bat, bi, hiru volaban por nuestro pasillos de mano en mano. Pasarte un recreo releyendo un Heavy Rock mientras te comías el bocadillo o un paquete de Riskettos era un plan excelente. Pero como todo en mi vida, aquello de leer sobre rock estaba condenado a convertirse en algo obsesivo. Así que mi madre fue sumando errores a mi educación, siempre entendiendo esos errores como pasos que me alejaban de mi futuro como arquitecto, y vio con buenos ojos que comprase todo tipo de prensa musical escrita. Los primeros fueron dos especiales del Heavy Rock. Uno sobre los festivales veraniegos de aquel año con Guns N’ Roses y Skid Row en portada. Otro, un especial sobre los grandes e históricos festivales de los sesenta con Woodstock, Wight o Monterrey a la cabeza. Los leí decenas de veces. Enteros. De principio a fin. Memorizando partes. Tardes muertas enteras escuchando música tumbado en la cama o sentado en cualquier parte de mi habitación mientras descubría quienes eran Jimi Hendrix, Grateful Dead o The Byrds. Soñando con ir algún día a Donington para un Masters of Rock. Aprendiendo de memoria cada anécdota y cada declaración de los miembros de las bandas que, para entonces, ya eran héroes absolutos para mí. Recuerdo que Guns N’ Roses y Metallica lo copaban todo. A menudo aparecían en portada y luego no existía nada en el interior que justificase aquella portada. Pero tampoco me importaba. En realidad, no nos importaba a ninguno. Era gratificante saber lo que pasaba ahí fuera y muchos nos entregamos a ese universo completamente alejado de nuestra realidad. En mi caso, era un gran devorador de literatura, para tener catorce o quince años había leído tal cantidad de libros que la mayoría de los adultos jamás me alcanzarían. Con once años mi novela favorita era El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco. Pero cuando llegó el rock, la prensa escrita y especializada, la literatura quedó sepultada, al menos durante un tiempo bastante largo.

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